La casa - Ramón Palomares
La casa
Eternamente advertidos:
No permanecerías más, casa.
No tendrías más tus horcones en tierra.
No estarías como asentamiento de tierra.
La casa estaba girando, girando,
igual que viento;
cargada por aves.
Por las rojas gallinas,
el gallo de cola extensa y azul,
las perdices mínimas en la hierba,
los cardenales de encanto.
Toda removida la casa.
Desprendiéndose de la tierra,
subiendo, con alas, con vuelo.
Y lentamente, igual que alzada por un bebedor.
Su techo dando al muro del cielo,
sus paredes para el límite de la luz.
Igual que el rapto de una mujer
arrancada de su asiento por un jinete celeste.
Contra rayos
hurgando hacia arriba;
bella en su vuelo como si se asentara con lentitud.
Halada por aves,
huye. Sus piernas más nunca aquí.
Asciende ligera, cruzando el sol,
internándose como un cuchillo,
como la piedra que rompe las telas al día.
Extraños penetrarán su zaguán,
pero si palpan sus piedras se volverán perros,
si tocan su zócalo se tornará sangre.
Los extraños, vestidos de telas primorosas,
con amplios ojos para abrir las gladiolas,
con sueños para desenterrar las monedas allí habidas.
Pero las cortinas de la sala estarán quemadas,
azules de sombras las rejas.
Ni una rosa fresca. Ni una violeta dulce al corazón.
Sus techos allí, detenidos, en las frías estrellas,
a la llegada de los inviernos;
bajo lluvias o sobre los caballos de nube.
Las aves detenidas.
No ríe. No ama la noche. Las gentes
no comen allí. No están de protectoras.
Antes era un lago. Antes era
amplio patio para jugar.
Donde se reía y lloraba.
Sus matas están cubiertas por trapo oscuro.
El altar está sin velas.
¿Qué fue de aquellos ojos, aquella mano
velada tras la celosía, encubierta por amor
al extraño, echada después al olvido?
¿Qué fue de aquel jarrón de regalo,
transportado desde tierras de otra maravilla,
cubierto por temor a su pérdida?
¿Qué fue de los domésticos?
¿Y el calor de los fogones, las llamaradas
cuyo gasto hizo algún claro del monte?
¿Qué del azar allí corrido,
jugando allí por fuertes y hambrientos?
¿Qué de los esplendores,
de los asesinatos de la pasión,
del roce del odio?
Los extraños abrirán la puerta, la de aldabas brillantes.
Penetraran.
Allí la casa. Allí, huida.
Más triste que el humo de los vestidos del desposorio
quemados por el viudo.
Y de bandeja lanzada al aire,
de copa arrojada,
de pocillo alzado para tomar,
la casa de antes, arrastrada por las aves,
halada por otro poder,
subiendo.
Pero todo estaba advertido.
Todo previsto.
La casa se fugaba
porque la casa era para no tenernos.
La casa para la huida, la huida de siempre.
Como una carreta. Como inventada
para desilusión.
Como un polvo que atraviesa con esplendor
e ilumina, hecho palmas, a la media noche.
Huye. Arrancada.
Llevada como un palio en lo alto.
No son las aves.
No son las estrellas.
Y tampoco se asentará más allá.
Todos advertidos:
Se va la casa. Huye.
No estará más asentada en tierra.
Es igual que humo.
Cruza, extraña al peligro,
igual que una lanza tirada para siempre,
fija en el vuelo hacia el blanco;
la casa huye
como un esplendor hacia otras noches.
Ramón Palomares
(del libro Reino, seleccionado en Antología poética de Monte Ávila Editores, páginas del 12-15)
Eternamente advertidos:
No permanecerías más, casa.
No tendrías más tus horcones en tierra.
No estarías como asentamiento de tierra.
La casa estaba girando, girando,
igual que viento;
cargada por aves.
Por las rojas gallinas,
el gallo de cola extensa y azul,
las perdices mínimas en la hierba,
los cardenales de encanto.
Toda removida la casa.
Desprendiéndose de la tierra,
subiendo, con alas, con vuelo.
Y lentamente, igual que alzada por un bebedor.
Su techo dando al muro del cielo,
sus paredes para el límite de la luz.
Igual que el rapto de una mujer
arrancada de su asiento por un jinete celeste.
Contra rayos
hurgando hacia arriba;
bella en su vuelo como si se asentara con lentitud.
Halada por aves,
huye. Sus piernas más nunca aquí.
Asciende ligera, cruzando el sol,
internándose como un cuchillo,
como la piedra que rompe las telas al día.
Extraños penetrarán su zaguán,
pero si palpan sus piedras se volverán perros,
si tocan su zócalo se tornará sangre.
Los extraños, vestidos de telas primorosas,
con amplios ojos para abrir las gladiolas,
con sueños para desenterrar las monedas allí habidas.
Pero las cortinas de la sala estarán quemadas,
azules de sombras las rejas.
Ni una rosa fresca. Ni una violeta dulce al corazón.
Sus techos allí, detenidos, en las frías estrellas,
a la llegada de los inviernos;
bajo lluvias o sobre los caballos de nube.
Las aves detenidas.
No ríe. No ama la noche. Las gentes
no comen allí. No están de protectoras.
Antes era un lago. Antes era
amplio patio para jugar.
Donde se reía y lloraba.
Sus matas están cubiertas por trapo oscuro.
El altar está sin velas.
¿Qué fue de aquellos ojos, aquella mano
velada tras la celosía, encubierta por amor
al extraño, echada después al olvido?
¿Qué fue de aquel jarrón de regalo,
transportado desde tierras de otra maravilla,
cubierto por temor a su pérdida?
¿Qué fue de los domésticos?
¿Y el calor de los fogones, las llamaradas
cuyo gasto hizo algún claro del monte?
¿Qué del azar allí corrido,
jugando allí por fuertes y hambrientos?
¿Qué de los esplendores,
de los asesinatos de la pasión,
del roce del odio?
Los extraños abrirán la puerta, la de aldabas brillantes.
Penetraran.
Allí la casa. Allí, huida.
Más triste que el humo de los vestidos del desposorio
quemados por el viudo.
Y de bandeja lanzada al aire,
de copa arrojada,
de pocillo alzado para tomar,
la casa de antes, arrastrada por las aves,
halada por otro poder,
subiendo.
Pero todo estaba advertido.
Todo previsto.
La casa se fugaba
porque la casa era para no tenernos.
La casa para la huida, la huida de siempre.
Como una carreta. Como inventada
para desilusión.
Como un polvo que atraviesa con esplendor
e ilumina, hecho palmas, a la media noche.
Huye. Arrancada.
Llevada como un palio en lo alto.
No son las aves.
No son las estrellas.
Y tampoco se asentará más allá.
Todos advertidos:
Se va la casa. Huye.
No estará más asentada en tierra.
Es igual que humo.
Cruza, extraña al peligro,
igual que una lanza tirada para siempre,
fija en el vuelo hacia el blanco;
la casa huye
como un esplendor hacia otras noches.
Ramón Palomares
(del libro Reino, seleccionado en Antología poética de Monte Ávila Editores, páginas del 12-15)
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